Han pasado 72 horas, y echo muchísimo de menos
a mi binomio. Esa criatura, que me persigue a todos lados.
Atrás queda Cádiz y su mar fragante, que he disfrutado a medias. La vida es una
experiencia agridulce continua. La vida, es la hostia.
Conduzco a ciento cincuenta kilómetros por hora, sobre el asfalto rugoso. No es
algo de lo que me enorgullezca, pero mi cansancio físico y la tristeza, me
empujan a llegar a casa cuanto antes. Tras nueve largas horas y seis provincias
que he ido dejando atrás, mi deseo se hace tangible. Saco las llaves del bolso,
y al abrir la puerta, el silencio y el olor a soledad me golpean fuerte. Subo
los peldaños con pesadumbre, se que en cuanto mis ojos encuentren cualquier
rastro suyo, serán inagotables cataratas de agua salada. Bingo! Sobre la cama,
ropa desperdigada, que cojo entre las manos y huelo. Soy masoca, pero necesito
tener un indicio, una huella que me acerque a lo que es mío, y que el
curso inevitable de la vida, me arrebata. Deshago la maleta con tedio, ordeno
con eficacia y mi único deseo, es acabar pronto para meterme en la cama. Cuando
estás triste, la cobardía te envuelve y solo quieres huir hacia las
sábanas para olvidar. Caigo doblegada.
Al día siguiente, repaso las fotos del viaje y
tengo un nudo en la garganta. Tú, conmigo en la plaza de la catedral, me
estás contando algo con mucho interés y no recuerdo que era, en otra, tú con tu
bolso de viaje, tu mochila militar y el mar de frente. La inconsciencia
de traer vida al mundo, es incuestionable, cuando llega el momento
de separarte de tus hijos. Es un trámite obligado lo sé, pero nadie te explica
que en ese instante, la sangre que alimenta tu cuerpo, se convierte en hormigón
armado.
Las puertas traseras del coche están abiertas, en Camposoto hace 28 grados, y
que un viento oportuno, hacen más llevaderos. Estás nervioso, queda media hora
para entrar, y repasas el material, y los documentos. Yo estoy haciendo un
esfuerzo titánico para no llorar, claramente no lo consigo. Es difícil que no
se escapen las lágrimas, ante tanta familia despidiéndose, allí somos todos
camaradas en la misma trinchera.
Tres de la tarde, me das dos besos y cargado como un peregrino, cruzas la
puerta, entras con decisión y mis ojos castaños te siguen con simétrica
atención. Dilato el momento al máximo, hasta que tú silueta desaparece entre la
arboleda, te has dado la vuelta dos veces para comprobar si sigo allí,
(cómo no hacerlo?) lo que me indica que algo he hecho bien.
Seguiría allí eones, solo por tenerte cerca.
Echando la vista atrás y haciendo un balance rápido, con las luces y sombras
que acompañan a cualquier experiencia vital, puedo decir con la certeza
que se me permite, que estoy muy orgullosa. Decidiste no seguir la senda establecida,
cogiste algún atajo y no pasa nada, decidiste no ser un eslabón más. Tu perfil
bajo, lejos de esconderte como pretendes, te ensalza y te hace inmenso, la
nobleza de los humildes es un don otorgado a unos pocos, y aunque no seas
consciente aún, tú, querido retoño, eres un reducto precioso, al que volver
constantemente.
Ya no estás para informarme de las horas más baratas de la tarifa eléctrica, la
galga, se ha quedado un poco más sola sin ti, y la casa está
completamente muda. Falta el bullicio de tus pasos sobre el suelo porcelánico
Estoy contando los días. Se te recibirá como mereces, con bizcocho de limón,
carrilleras al vino tinto o con esa pizza tan inflamatoria, con la que la gozas
sobremanera. Nos pelearemos al escoger que música pondremos en el
coche, y nos reiremos exageradamente, para no perder la costumbre.
La existencia es un carrusel de rutinas que repetimos en bucle, y aunque a
priori pueda parecer aburrida, poder llevarlas a cabo es un regalo hermoso. Lástima
que como todo, empecemos a valorarlas cuando nos faltan.
Wait, miss, love...